Todos somos diferentes, y precisamente en esa diversidad radica nuestra riqueza. La edad, la identidad y la orientación sexual, el origen, la cultura, la religión, las capacidades físicas y cognitivas, entre otras, nos hacen únicos y aportan nuevas perspectivas que enriquecen nuestra sociedad.
Es momento de agradecer y abrazar la diversidad, no de temerla o atacarla. Porque gracias a quienes piensan, sienten y viven de manera distinta, avanzamos, innovamos y crecemos como comunidad. Sin embargo, cuando estas diferencias se convierten en motivo de discriminación o violencia, todos perdemos.
Las recientes imágenes de cuatro adolescentes maltratando a Antonio, su compañero con parálisis cerebral, en Santander son un reflejo de una realidad preocupante: la violencia hacia quienes son percibidos como "diferentes" sigue creciendo. No es un hecho aislado, aquí en Canarias también ocurre. En colegios, parques y redes sociales, el acoso y la falta de empatía se han convertido en un problema estructural.
Ante esto, la pregunta es inevitable: ¿quién está educando a nuestros jóvenes?
Vivimos en una era donde la familia, el colegio y la sociedad parecen estar perdiendo su rol tradicional en la formación de valores. Los niños y adolescentes pasan horas expuestos a las redes sociales, a influencers que promueven discursos de odio o superficialidad, a videojuegos donde la violencia es parte del entretenimiento y a una cultura del "todo vale" que desdibuja los límites entre el bien y el mal.
La serie 'Adolescencia' ya nos mostró este problema con crudeza. Un retrato de jóvenes desorientados, sin referentes claros, movidos por la validación instantánea de los likes y atrapados en una realidad virtual que a menudo refuerza la insensibilidad y el desprecio por la vida de las personas.
Mientras esto ocurre, muchos padres desbordados por la prisa del día a día, han perdido la conexión con sus hijos y han delegado sin querer su rol educativo en pantallas y tendencias efímeras.
Pero este no es un fracaso individual: es un fracaso colectivo. De la familia, que a veces no conoce a sus propios hijos. De la escuela, que muchas veces se ve impotente o desbordada. De los políticos, que han convertido la educación en un campo de batalla ideológico en vez de una prioridad real. De una sociedad que ha normalizado el desprecio y la indiferencia.
¿Te has puesto en el lugar de una persona que sufre vejaciones? ¿Te imaginas lo que significa vivir con miedo constante, sintiéndote rechazado por ser quien eres? ¿Te gustaría que te trataran así a ti o a tus hijos? Reflexionar sobre estas cuestiones nos ayuda a comprender que detrás de cada víctima hay una persona con sueños, con emociones, con el derecho a vivir sin miedo.
Según el informe PISA, el 10,2% del alumnado canario sufre intimidación, burlas o amenazas, superando la media nacional del 6,5%. Además, alrededor del 80% de los niños canarios que sufren bullying no se sienten respaldados por la institución educativa. Aunque se han implementado medidas para combatir el acoso escolar, como la creación de la figura de la persona coordinadora para el bienestar y la protección del alumnado, es evidente que aún queda mucho por hacer para erradicar esta problemática.
Las víctimas de bullying suelen desarrollar ansiedad, depresión, bajo rendimiento académico e incluso ideas suicidas. El bullying mata. Pero los agresores tampoco salen ilesos: muchos de ellos terminan reproduciendo patrones de violencia en su vida adulta, perpetuando un círculo de maltrato y exclusión. Si no abordamos esta cuestión con seriedad, estaremos condenando a futuras generaciones a vivir en un entorno hostil e insensible al sufrimiento ajeno.
La educación social es la herramienta más poderosa para promover el respeto, la empatía, la tolerancia, la responsabilidad afectiva o la inclusión. No basta con enseñar matemáticas, historia o ciencias; debemos enseñar a convivir. El bajo nivel de educación es la causa de problemas sociales muy costosos como el desempleo, la pobreza, el crimen y la mala salud.
No podemos seguir normalizando la violencia como si fuera un juego, ni el desprecio como si fuera una broma. Si seguimos permitiendo que las pantallas sean las principales maestras de nuestros hijos, si seguimos evitando el diálogo y el ejemplo en casa, si seguimos dejando que el colegio luche solo contra un problema que nos concierne a todos, el caos será inevitable.
Prevenir la violencia (en todas sus formas, incluidas las agresiones y violaciones) y la desigualdad es una tarea de todos. No podemos delegarla únicamente en las escuelas o en las familias. Es responsabilidad de la sociedad en su conjunto. Cada uno de nosotros tiene el deber de denunciar los abusos, educar con el ejemplo y construir un entorno donde nadie tenga miedo de ser quien es.
No invertir en educación inclusiva y en la promoción de la diversidad tiene consecuencias económicas y sociales graves. La exclusión social genera resentimiento, y el resentimiento puede derivar en conflictos de gran magnitud. Es un precio demasiado alto que no podemos permitirnos pagar.
Si un niño ve que su entorno normaliza la burla hacia los diferentes, repetirá ese patrón. Si un joven percibe que nadie levanta la voz contra la discriminación, aprenderá que la injusticia es aceptable. Pero si en cambio enseñamos con el ejemplo, si cada acto de intolerancia encuentra una respuesta firme en defensa de la dignidad humana, lograremos cambiar la sociedad.
Hagamos del respeto la norma, no la excepción. Que la diversidad no sea motivo de exclusión, sino un motivo de celebración. Solo así podremos decir con orgullo que vivimos en una sociedad verdaderamente digna y humana.
Y a las administraciones públicas les vuelvo a preguntar: Reguetón o educación social, ¿En qué invertimos?