Resucitar en vida


Acaba de terminar la Semana Santa. Para quienes la viven desde la fe cristiana, ha sido un tiempo de duelo y esperanza. Pero más allá de la religión, guarda un símbolo poderoso: el del renacer.


¿Y si resucitar no fuera un milagro reservado para los santos, sino una decisión cotidiana de los mortales?


Esta es una invitación a detenernos, a mirar dentro, a preguntarnos en silencio qué estamos haciendo con nuestra vida: ¿Estoy viviendo como quiero vivir? ¿Estoy siendo quien deseo ser? ¿Estoy cuidando mi tiempo, mi cuerpo, mis palabras, mis relaciones?


Venimos a este mundo con las manos vacías. Y así nos iremos. Lo que hagamos mientras tanto, lo que cultivemos dentro, lo que dejemos en los demás, será nuestra verdadera herencia.


Estamos saturados de prisas, comparaciones, consumo y deshumanización, por eso, aprender a despertar, a detenernos, a mirar dentro, se vuelve urgente. Estamos desconectados del sentido común, de la naturaleza, de los demás, incluso de nosotros mismos.


No todo lo que llevamos es nuestro. También cargamos con lo que ya no nos sirve. Y dejarlo ir también es un acto de resurrección.


Vivimos con la agenda llena, la mente enredada, el cuerpo cansado... Pero no hace falta morir para renacer. No hace falta una tumba para despertar. A veces solo necesitamos pasar por pequeñas muertes interiores: despedirnos de una versión vieja de nosotros, soltar lo que ya no vibra, permitir que algo dentro se derrumbe para dejar espacio a lo nuevo.


Estamos de paso… pero nos comportamos como si fuéramos eternos. Competimos, acumulamos, comparamos. Corremos tras el éxito, el dinero, el reconocimiento, la fama. Algunos amasan fortunas, títulos, propiedades. Otros viven pendientes del prestigio, de los seguidores, del poder. Pero todo eso, absolutamente todo, se queda aquí. Nadie se lleva nada.


Y no se trata de señalar a unos y exculpar a otros. He conocido empresarios con alma generosa y obreros llenos de rencor. Personas ricas en bondad y otras ricas en soberbia. Porque no es el rol, ni el dinero, ni la clase social lo que define. Es la conciencia. Es lo que eliges hacer con lo que eres. Es cómo tratas al otro, cómo te tratas a ti, cómo cuidas el mundo que pisas.


Resucitar en vida significa volver al origen, al presente, al propósito. Es reconectar con lo esencial. Es recordar que no somos ni máquinas ni cuentas bancarias.


En realidad, resucitar es más simple de lo que parece. Empieza en lo pequeño: una caminata sin prisa, un “gracias” sentido, un desayuno sin el móvil delante, una conversación sin defensas. Cada mañana tenemos la opción de resucitar un poco. De elegirnos. De comenzar de nuevo.


La naturaleza nos da lecciones silenciosas. El árbol que se desnuda en otoño y parece muerto en invierno, vuelve a brotar en primavera. La semilla que cae al suelo tiene que romperse para que algo nuevo nazca,...


Hoy más que nunca, necesitamos volver a conectar con lo que somos. Más allá del personaje. Más allá de la prisa. Más allá de lo que esperan de nosotros.


A veces, el renacer llega en forma de encuentro. Un abrazo que nos sostiene. Una palabra que nos devuelve la fe. Una mano tendida cuando no pedimos ayuda. A veces basta un “te entiendo” para que el alma vuelva a respirar.


Ser buena persona también es cuidarse. Y dejar de creerse mejor que nadie. No se trata de dar sin medida ni de vivir como mártires. La bondad no es sacrificio ciego. Ser buena persona también es poner límites, descansar, cuidarse, decir “no”. Y al mismo tiempo, es aprender a pedir perdón, a compartir, a escuchar, a mirar a los ojos sin prejuicio.


En esta vida hay muchas personas que creen tener la razón absoluta, que miran desde arriba, que desprecian al que piensa distinto. La soberbia no construye. El ego no abraza. Y creerse superior es otra forma de estar dormido.


Resucitar es volver a sentir. En este mundo que anestesia, que distrae, que vacía, volver a sentir es revolucionario. Sentir el cuerpo. Sentir el presente. Sentir a la otra persona. Sentir la risa, el dolor, la ternura, la fragilidad. Sentir el paso del tiempo y no desperdiciarlo.


Y es que todos llevamos dentro una chispa que no se apaga. Aunque el mundo nos enfríe, aunque el tiempo nos desgaste. Resucitar en vida es soplar con ternura esa chispa que sobrevive incluso en los días más grises.


Cada uno tiene una responsabilidad consigo mismo. Y también con la comunidad. Con su entorno, con los animales, con la Tierra, con el futuro. No se trata de salvar el mundo entero. Pero sí de sembrar belleza en nuestro trocito. De hablar con respeto. De actuar con intención. De vivir con amor y con verdad.


No vinimos solo a cumplir rutinas. Estamos para aprender, para equivocarnos, para amar, para cuidar. Para dejar una huella que no pese… sino que inspire.


Y sí, incluso el Conejo de Pascua nos recuerda, entre huevos de chocolate y risas de niños, que siempre hay espacio para la sorpresa, para lo inesperado, para el renacer. Que la vida, como la Pascua, puede esconder dulzura en los lugares más insospechados.


Tal vez, este resucitar en vida sea un nuevo pacto íntimo con nosotros mismos. Una promesa silenciosa de cuidarnos, de escuchar más y correr menos. No se trata de cambiarlo todo, sino de empezar por dentro. De firmar un nuevo contrato con la vida.